23 julio 2005

Heredero del destino

Cortó la baraja bajo la atenta mirada de toda la tripulación. El azul del mar hacía juego con sus ojos claros, aunque cálidos a un tiempo. Rey de oros. El capitán miró al resto con la misma sensación de César al cruzar el Rubicón: "Alea iacta est", pensó.
Toda su vida había transcurrido a bordo de un corsario surcando la inmensidad turquesa de los siete mares. Conocía todos los puertos del mundo, y en cada uno de ellos, unos labios de mujer suspiraban por volver a besar sus tatuajes, por volver a repasar la cicatriz de su curtida mejilla, que era tan parte de él como su propia alma.
Así que la suerte lo había designado a él como heredero del destino. Miró al horizonte. Una delgada e imperceptible línea separaba el cielo del mar y a la vez los fundía en un tapiz sin bordes con flecos, como los que tantas veces había visto colgados en las tabernas de Argel, de Alejandría, de Constantinopla,...
Ahora el Egeo reclamaba su tributo. Los ojos de los marineros no se apartaban de los suyos y le observaron avanzar con lentos pasos, pero con decisión, entre ellos hacia el borde de la cubierta. Se paró a un paso de distancia del agua y volvió a mirar al infinito. Allí encontró los ojos de la muerte taladrándole. Eran unos ojos de mujer bella, sonrientes, que le infundieron valor para refugiarse entre sus cabellos castaños.
Y saltó para sumergirse en el mar dulcemente, muy dulcemente,...

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Qué agua!

23 julio, 2005 19:40  

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