18 junio 2005

Tarde lisboeta en el centro de Madrid

Llevas toda la tarde dando vueltas a la manzana corriendo. Lo haces para desahogarte, porque se te ha extinguido la voz de tanto gritar por la ventana. No puedes parar de mover las piernas y forzar tus músculos, sólo por hacer algo. Lo mismo podrías haberte puesto a garabatear las paredes con un rotulador, como cuando eras un niño. Sin embargo prefieres sudar y sentir la carga del sol sobre tus hombros y tu cabeza. Debe de hacer al menos cuarenta grados y tienes la camiseta pegada a tu torso, lo que te provoca una sensación de angustia. Pero es superficial, no te interesa esa sensación. Así que envías a tu cerebro la señal de que la filtre, que la obvie y la mande a la trastienda del recuerdo.
Paras un momento y te inclinas con las manos en las rodillas buscando el inexistente aire de la viciada ciudad. A tu lado dos muchachas ríen sin parar y sientes la necesidad de unirte a su risa. Están sentadas en un banco de madera y las dos llevan faldas por encima de las rodillas y unas sandalias de playa. "Es una pena que en este hervidero de gente no haya playa, porque echaría a nadar para perderme en el mar", piensas. De un coche parado en el semáforo salen notas de rock and roll a todo volumen e inudan la plaza. Eso te anima para proseguir tu carrera sin meta.
Tras un rato te paras a beber agua en la fuente en la que unos niños están llenando globos de agua. Te hacen recordar tu infancia en la pequeña ciudad donde la guerra de globos se declaraba el primer día de vacaciones y las barricadas no se levantaban hasta septiembre, cuando la campana de la escuela os obligaba a volver a los mares de letras. "¿De qué me va a servir todo esto que intentan meter en mi cabezota?", te preguntabas día a día. Hoy sabes que las flores tienen estambres y pistilos, que el sitio de Verdún fue la batalla más sangrienta de la historia y que los patricios romanos llevaban una banda magenta para mostrarles a esclavos y plebeyos todo el poder que su cuna les otorgaba. Ahora quizás has cambiado tu percepción sobre estos conocimientos y puede que las cosas tengan más valor por acumular líneas de libros de texto en las estanterías de tu cerebro.
Levantas la vista abstraído y observas la plaza desde el centro. Los edificios son viejos y sus paredes están descascarilladas. Probablemente en algún tiempo desafiaban la vista de los viandantes con colores vivos y llamativos. Ahora llaman la atención los colores chillones de las ropas colgadas de sus balcones puestas ahí para que las moléculas de agua se evaporen y sigan con el ciclo que tantas veces viste dibujado en los libros de ciencias naturales. "Nuestras aguas son los ríos que van a parar a la mar". No sabes por qué esta estrofa de Jorge Manrique te viene a la cabeza y tu pensamiento sigue hilando fino con puntadas de Jean Paul Sartre. No, hoy no sientes la náusea. Quizás un poco de 'saudade' por encontrarte en el centro de Madrid con una plaza que parece traída pieza a pieza de Lisboa.
En este momento te has vaciado de sentimientos. Sientes tu alma en paz, una tranquilidad absoluta, como si en el centro de tus entrañas reinara la calma chicha y por eso ya no te apetece correr.
Vaya. Un billete de cinco euros en el suelo. Te agachas a recogerlo y, con él en tu mano, miras a tu alrededor por si encuentras a su dueño. "Creo que el dueño ha sido encontrado por el billete", dices entre dientes, y lo guardas entre la goma de tu pantalón de deporte y tu cintura. Como te apetece fumar te acercas al kiosko que hay en el centro de la plaza. "Un paquete de Fortuna, por favor". Miras a tu derecha y ves a un hombre que no se ha duchado en semanas beber de un cartón de vino. "Que sean dos, y un mechero", le dices al kioskero. Te sacas el billete de cinco euros de su escondite. Está húmedo, pero no crees que le vaya a hacer ascos.
Coges el tabaco y el mechero y te acercas al hombre del banco. "¿Puedo sentarme?". Él te mira. Parece que no va a poner oposicion y te sientas a su lado. Abres un paquete y te enciendes un cigarrillo. Él te vuelve a mirar, aunque sus ojos se fijan más en el cigarrillo que en tu cara. Te sacas el otro paquete y se lo das. "Gracias", dice su mirada perdida por los efectos del tintorro. No te apetece hablar, así que te fumas el cigarro tranquilamente disfrutando de la tarde lisboeta que el destino o la casualidad han traido a la puerta de tu casa.
Sigues con la mente en blanco. Debe de ser porque sólo te sientes realmente inspirado cuando las tinieblas de la noche emergen del horizonte y toman el relevo del sol. Cuando te metes en la cama y la cabeza empieza a darte vueltas como una lavadora centrifugando. Aun así, decides tentar esa costumbre y buscas a la musa en las sombras proyectadas por el sol. No hay manera. Sólo encuentras una paloma comiendo las cáscaras de pipas que alguna pareja abstraída en su propia belleza dejó caer. Fotografías esa imagen en tu mente y la guardas en el apartado de "palomas y pipas" que se acaba de inaugurar en la biblioteca de tu cabeza.
Por primera vez en años te sientes bien, te sientes vivo. Será por contrastes, porque en tu mundo fotográfico todo funciona así. Será que esta vida te ha buscado para que la sientas. Será que esa llamada telefónica que te hizo salir corriendo envuelto en lágrimas y no parar hasta que se vació tu alma de pena la hizo la mano del destino (o de la casualidad). Aunque tú sabes que es un homenaje a su vida, que ella habría querido que le regalases el paquete de tabaco a ese mendigo, que pensases en la pareja que dejó caer las pipas. Y por fin sacas una conclusión que no viene a cuento de nada. "Estés donde estés, sigue calentando mi cama en las noches de frío y soplando mi cuello en las de calor. Suerte y felices sueños".

3 Comments:

Blogger V said...

Dos palabras para declinar:
Saudade, todo es culpa de la maldita saudade, de la infancia, el hogar y de todo el pasado destilándose en brumosa melancolía.
Empatía, puedo sentir tus palabras como si me hubiese manchado de tinta escribiéndolas. No es por todo lo que conocemos el uno del otro, sino porque también he huído muchas veces de mi mismo para reencontrarme en un banco de madera.

19 junio, 2005 03:00  
Anonymous Anónimo said...

¿Porqué cada vez que te leo me dan ganas de meter tres camisas y una muda en mi maleta e irme a buscar bancos de madera?
Y de qué me sirve a mí lo que leo en todos y cada uno de mis apuntes?
Mi cabezota si que va a estallar de un momen a otro, tio nen!
Otra vez las 4:10, otra noche enganchada a tus palabras, y mis asuntos... en la habitación contigua!!!
ÁNIMOOOO!

19 junio, 2005 03:12  
Blogger T. said...

Gran parte de nuestra vida se termina reduciendo a eso, supongo: un banco de madera y un desconocido al lado con el que compartes algo y al que seguramente no volverás a ver nunca. O tal vez sí.

Parte de la magia de los bancos de madera reside en su poder de despersonalización extremo. Su otra vertiente - la de las noches tormentosas de verano - es, sin embargo, la que más me gusta: vuelves a las pipas, las risas y los recuerdos de la infancia.

19 junio, 2005 09:35  

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