26 mayo 2006

Equilibrio


En el techo del circo había un espejo en el que el equilibrista se veía reflejado si miraba arriba. A sus lados, el vacío era rellenado una noche tras otra por los gritos de angustia de los espectadores con cada aparente paso en falso, que él tenía bien medidos.
La vara con la que guardaba el equilibrio era más alta que dos hombres, uno encima del otro. Se la regalo un viejo equilibrista chino antes de salir a su última actuación: “Fíjate, a un lado el abismo y a otro el paraíso”, le dijo. Unas palabras incomprensibles que fluctuaban entre el olvido y el tormento desde que observó los ojos del chino, inmóvil en el suelo. Incomprensibles.
Hasta aquella noche. Será el sexto sentido de la sexta vida, cuando los gatos sienten cerca el final, y erizan su pelo, y afilan sus uñas. Y regalan las varas que les evitan ser presas de la gravedad.
Miró hacia arriba, al espejo y sintió el escalofrío en la nuca. Por eso, al jovencito francés que estaba a su lado en cada actuación y que aprendía de él como del mejor maestro, le repitió las palabras del chino alargándole la vara y sin apartar sus ojos de los del joven.
“A un lado el abismo. Al otro, el paraíso.”
Y echó a andar sin pasos en falso.
Aquella noche no hubo murmullos bajo la carpa.