29 abril 2006

La madrugada desnuda

Fue la medianoche,
que pasó de puntillas
despojándose de su mejor vestido.
Sigilosa, dejó el tiempo a un lado,
junto a esa pieza de lino blanco
y zambulló sus caricias sucias en la espuma del mar.

El cielo anaranjado
sonreía agazapado detrás de la cerradura de la puerta,
con excitación infantil de sobrino de panadera.
La medianoche miró su reloj
y el mecanismo se había parado
por la acción erosiva del agua y corrosiva de la sal.

Hay madrugadas que se cuentan a pares
y es por tu ausencia
que mi piel se funde con sudor a las sábanas vacías.
Y hay mañanas en las que,
a pesar del zumo de naranja,
no hay dulce despertar.

20 abril 2006

Sin receta


Estoy siguiendo tu terapia. La de inventarme los nombres de las ciudades que habito. La de vomitar cascotes de viento que me envenenan de pasado. La de patear los cubos de la basura que se acumula en mis venas. Sí, doctora. Y sin necesidad de receta.
Me tienta recorrer el filo del cuchillo deslizándome con la planta de los pies. Es casi tan dulce como cuando mi lengua patina por tus caderas afiladas dibujando fantasías tan inútiles como el tiempo en el amor. Técnica pictórica: Saliva sobre piel.
Estoy siguiendo tu terapia: Palabra de mortal.

19 abril 2006

Libros libres


Acabó de liberar el último libro, que en su ansia de libertad batió sus páginas y se posó en el alféizar de una ventana. En ese momento no sintió nada, apenas una pequeña punzada en el pecho, pero ninguna sensación orgásmica que hiciese tambalear los cimientos de todas sus creencias.
En aquel tiempo, en que ya no quedaba papel para imprimir, ni tinta para escribir, las ideas se habían convertido en abortos creativos y la lluvia en una sopa de letras. “Los chubascos ya no son lo que eran”, pensó mientras volvía con pasos perdidos a casa, viendo cómo en el suelo se escribía “En algún lugar, mi padre me llevó a ver el hielo, serían las diez de la mañana, luna, luna, eres tú...” para, con la misma facilidad surrealista, las palabras tatuadas en el suelo secarse y dejar hueco a más cicatrices de lluvia literatizada.
No hacía ni diez años que en ese desierto llamado mundo los árboles ya no crecían. Por extensión, la gente había olvidado escribir, aunque no leer, y se buscaban nuevos soportes, mucho más fugaces y olvidables que el dulce crepitar que proporcionaban las hojas de un libro.
Algunos, como él, sentían una morriña infinita por aquel objeto totémico, aunque desconocido para su generación analfabeta. Por eso habían decidido, primero de forma individual, y después asambleariamente, liberar todos los libros, y que fuese su destino natural el que dictase el final del papel. De ahí que lloviese literatura, que la gente abriese la boca mirando al cielo en lugar de abrir los ojos mirando al papel para alimentarse de sueños líquidos.
Cuando llegó a casa no pudo mirarse al espejo. Se encaminó al balcón, desde el que se veía toda aquella ciudad invisible y lo abrió de par en par. Miró al infinito. La lluvia le calaba hasta los huesos que no existían, empapándole de sueños ajenos, tantas veces soñados por él en sus momentos de lucidez despierta. Siguió mirando al infinito, sin encontrar ninguna razón por la que seguir soñando.
En el momento del impacto sintió cómo sus propios sueños se fundían con aquellos escritos por otros. Fue una muerte dulce. Pocos pueden presumir de haberse hecho uno con las palabras que en aquellos días las nubes escupían.