20 abril 2007

Palabras blancas

 

Durante siglos viví obsesionado, como los malos poetas, con la palabra vacía. Pertenecí a esa especie de jarrones bellos que se recrean en su propia belleza hueca y que no ven en sí más fin que existir vacíos, sin flores que los habiten.
Una mañana, el Sueño me despertó. No estaba en la cama en la que me había dormido. Ni siquiera recordaba dónde me había vencido el cansancio, ni cómo, ni con quién. En lugar de una desconocida despeinada, encontré junto a mis ojos una flor blanca, y detrás de ella otra, y así hasta donde la vista me alcanzaba, de modo que el horizonte se difuminaba mucho más claro de lo que lo había dejado por la noche.
“No confíes en los poetas. Son todos unos mentirosos” me susurró una voz tan cerca del oído que me sobresaltó. Me sentí encadenado, sin poder moverme. Y giré la cabeza para ver a una musa, sonriente, con unos senos del color del amanecer. Se sentó a mi lado y me contó mi historia, en la que todo tenía sentido.
“Y ahora, adiós. No nos veremos más”, concluyó. Y con un beso tan cálido que me dejó los labios helados, se perdió en el prado saltando de un lado a otro.
Cuando desperté estaba solo en una cama en la que no recordaba haberme acostado. A mi lado, una desconocida despeinada le robaba unos minutos al despertador. Me vestí lo más rápida y silenciosamente que pude y, al caminar hacia la puerta, se cayó de entre mi ropa una flor blanca como las que había visto en el sueño.
No lo pensé más y salí corriendo para camuflarme con la lluvia, con la multitud que paseaba gris por las anchas aceras.
Doblé una esquina y me adentré en una calle vacía, como mi alma, en la parte de atrás de un museo. Caminé por ella y un brillo junto al cubo de la basura me llamó la atención. Era un jarrón, tan bello como mis palabras, tan vacío como ellas.
Aquí llega la parte que no encaja, porque no la recuerdo conscientemente: cuando pasé por delante del jarrón, me quedé maravillado. Lo saboreé satisfecho de mí y del mundo, pero como una delicia efervescente, en un momento perdió todo su sentido y me quedé mirando a la flor, que llevaba en mi mano desde que salí de la casa, sin darme cuenta de ello. No dudé, y ahí está lo raro, pues la naturaleza humana es egoísta y te impulsa a poseer todo lo bello, en ponerla dentro del jarrón y alejarme de allí corriendo sin mirar atrás, expoliado por la musa que me repelía desde el cubo de la basura.
Después me olvidé y los siglos se sucedieron sin yo encontrarle sentido a nada. Ya ni siquiera era el esteta que prostituía sus palabras por unos aplausos. Arrastré mi existencia por los confines del mundo con la nada corroyéndome las entrañas y, por un tiempo, bordeé los campos que lindan entre el ser y el no ser.
Una mañana, después de soñar por milésima vez con los labios de mi musa, salí a caminar como hacía todas las mañanas. Entonces la vi a ella, aunque no era ella. Era bella como un aleph y su pelo tenía el color del amanecer. En la mano llevaba aquel jarrón con mi flor dentro. La perseguí por las callejuelas de aquella ciudad del sur del mundo hasta que le di caza. Le puse una mano en el hombro y, sobresaltada, se dio la vuelta. El jarrón cayó entre ella y yo y ninguno hicimos nada por remediarlo. Se rompió en un millón de pedazos tan pequeños que un hombre no habría podido verlos. Al mismo tiempo que el estrépito avanzaba por el callejón, me sonrió hasta cegarme, se dio la vuelta y se marchó.
Yo me quedé plantado, y volví a sentir mi corazón latir. Me agaché y cogí la flor. Y con ideas bulléndome tras eones encarcelado en mi prisión de porcelana, levité hasta el rincón más solitario del mundo, donde me dediqué a saborear el yo.
A regalaros la flor con mis palabras…