14 noviembre 2005

Camino de ida cálida y vuelta fría


Se rompió el tarro de cristal en el que guardaba todas las lágrimas. Se le escurrió de las manos y estalló en la losa de piedra con sonido de violines. Lo observó con una sonrisa de humo que olía a albahaca para ajar palabras aliteradas, mal llamadas patochadas. Pintadas amarillas si dormían en hamacas.
Pensó durante esos interminables segundos que la música de sus pasos llenaba el espacio. La noche anterior lo había visto, escondido entre las nubes, mecido por vientos sin nombre, cubierto por arena que no dejaba de caer hasta llenar el reloj.
El líquido salado cuyos ojos nunca habían derramado se le escapaba. Bajaba por la pendiente, directo a la alberca, donde se convertía en nieve. En cristales helados tibios al tacto que olvidaban los verbos pendiente arriba, que esquivaban neumáticos mojados.
Así que tendió un cable, desde sus ojos manchados, para que el líquido hiciese el camino de vuelta. Lo guardó en sus lacrimales con la intención de nunca perderlo.
Construyó así un almacén presumido que llenó de lágrimas heladas, que llenó de helado de llanto.