31 agosto 2005

Se deslizó desde mi cuaderno

Asoma la violencia al filo de mis labios. Quiero avisarte de ello con una caligrafía perfecta. Será porque me siento más cómplice de la pluma que de la voz, que del teclado. Será porque mis palabras en este cuaderno se deslizan descalzas con la suavidad con que fluyen por mi mente, en lugar de galopar a lomos de la voz o saltar como canguros lingüísticos de tecla en tecla.
La tinta de la pluma no da lugar a vuelta atrás. Como mucho, una rectificación mal disimulada por un borrón que camufla las palabras que fueron pensadas y escritas, pero que una vez repensadas, creímos que no merecían haber sido escritas. Y así jugábamos a ser dioses con nuestros propios pensamientos.
Mi letra siempre me pareció un susurro pronunciado al oído de un papel en blanco. Y me sabía como un beso tuyo, cada uno con diferente sabor pero todos con el mismo matiz dulce que desprendía tu saliva: amor.
Mi descuidada caligrafía perfecta siempre me hizo enderezar mis pasos cuando el tropiezo no tenía vuelta atrás. Y vislumbraba tus ojos si giraba la cabeza para hallar en ellos la eterna afirmación que tanto me tranquilizaba: "Si caes, te ayudaré a levantarte, y si no puedes, caeré contigo".
Agua me diste cuando tuve sed y mis labios se resquebrajaban como el fondo de un pantano en plena sequía.
Negra era la tinta que corría por los ríos que en el embalse desembocaban; líneas en blanco paridas por un cuaderno amarillo. Y todo ese color para una vida en blanco y negro, que quedó congelada en una fotografía tomada en algún lejano momento del pasado.


"Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja y, mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente,
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros."

Miguel Hernández - El niño yuntero

28 agosto 2005

No me enfado. No me enfoco. No fallo. No farfullo. No profano. No confundo. No parafraseo. No falseo versos ilimitados. No me enciendo como un fósforo. No flaqueo aunque el camino sea largo. No friego trapos limpios. No escribo en grafías podridas. No afeito cabezas huecas. No fusilo a inocentes. No falto si pasan lista. No fumo. No filosofeo. No fotografío. No floto.
NO
¿puedo?

26 agosto 2005

Sueño relativo


Es un sueño. No a la vieja usanza, sino uno de esos con los ojos abiertos. No es que se repita, es que se reproduce en mi subconsciente y rueda por la ladera de mi mente hasta plantar sus raíces firmes en mi consciencia. Te veo. No he dejado de verte. Aunque estés al borde del mar y yo en medio de la tierra, aunque seas líquida y yo esté muriéndome de sed. O precisamente por eso.
A cada momento que me consumo te sueño más y mi sueño es más y más real. Como el dolor cuando me pellizco por ver si estoy dormido. Como todas las mañanas, que me despierto fundido a ti, nuestros cuerpos desnudos, prisioneros mancillados de las sábanas blancas que nos mecían en tu antigua habitación. Esa que ya no pisaremos, que fue el último resquicio de amor que me alojó antes de partir de Madrid. Antes de pedirte que te fueses del andén porque no quería que me vieses llorar.
Es mi sueño tan real como ese darle vueltas a un futuro que ya es presente, que acaba de ser pasado, y que aún no ha sucedido. Sí, Madrid es el lugar indicado para soñar despierto. Quizás porque nunca nadie duerme, porque sus habitantes bailan todas las noches alrededor de una hoguera con vampíricas intenciones en sus colmillos. O porque es en su puerto de secano donde espero tu desembarque.
Sentí tantas veces unas irreprimibles ganas de escupir toda esa infección sobre la ciudad hostil… Llegué a vomitar por sus esquinas borracho y solitario, con las mejillas inundadas de lágrimas. Tantas lágrimas que sentí también morir de sed.
Agotado, me acurruqué en un oscuro portal esperando a que las plañideras siguiesen el tortuoso paso del carruaje que me transportaba. Pero tu no lo soportaste y surgiste de entre las sombras. Y me diste a beber de tu cántaro, de la fuente que brota de tus labios.
Y juntos vagamos ya por la noche y dormimos por el día, y amanecemos fundidos por sudor, desnudos entre sábanas blancas mancilladas por nuestra propia sangre y por la de nuestras víctimas.
Y siempre que tengo sed me das de beber. Porque tu boca es la fuente que no se seca. Y tu mirada es el rayo que no cesa.


"¿Le gusta este jardín, que es suyo?
¡Evite que sus hijos lo destruyan!"
Malcom Lowry - Bajo el volcán

23 agosto 2005

Las únicas nubes reales son de algodón


La terminal era una gran copa llena de macedonia de idiomas. Los franceses no se besaban para despedirse. Los ingleses llegaban tarde a la última llamada. Los italianos hablaban entre sí con susurros inaudibles. Y yo sonreía.
Un avión tras otro despegaba, aterrizaba, se movía marcha atrás y a cámara lenta. En lugar de volar cubrían el cielo y se quedaban quietos para regocijarse en su divina facultad de despegarse del baile gravitatorio.
A su paso, las nubes levantaban el vuelo de su falda, y sonreían zalameras a los ojos de los niños que observaban excitados, con sexo escondido a la luz de sus ojos. Con Marilyn Monroe llamando a la puerta de mi memoria, como si fuese la vecina de arriba que sólo quiere una tacita de azúcar.
Si pudieses cumplir un deseo, ¿cuál sería?
La pregunta se me antojaba tramposa, quizás porque no había sido emitida en mi idioma y cada lengua tiene su duendecillo interno, su matiz en cada letra, académicamente explicado por von Humboldt.
Sabía la respuesta, pero, como Ezra Pound, no tenía muy claro en qué idioma responder. Sí, haría un verso, desde luego, o ¡mejor!, un Haiku.
"Mis ojos vuelan
donde mis pies no pueden.
Busca más lejos".
Ahí quedó enunciado mi deseo que los japoneses de la terminal no comprendían, a pesar de haberlo escrito en el cristal en su idioma.
Sin quedarme a ver la trascendencia de mis actos me acerqué al mostrador y saqué de mi bolsillo el dinero ahorrado durante dos años de sudor.
"Déme un billete para el siguiente avión que salga".
Y hecha la transacción, sin comprobar el destino, me embarqué por la puerta 9. Miré atrás para comprobar que los personajes de cómic que estaban rodeando mi obra no se habían movido y tuve la sensación de que al fin estaba vivo.
Y ellos muertos en los colores que los esclavizaban.

Crónica de sentidos ausentes

A medida que me sube la fiebre pierdo la lucidez. Más bien se transforma en un sueño descabellado, acrecentado por la borrachera involuntaria. Cuarenta grados y subiendo, y por única medicina la botella de whisky que se empeñan en meterme en la boca. No me resisto. No me he resistido desde el principio. Las imágenes inconexas vuelan como una bandada de golondrinas, completamente desbocadas por mi cabeza. Hace un buen rato que dejé de sentir. No veo, intuyo, y el tacto es un viejo amigo que se ha sentado a los pies de la camilla y observa el dantesco espectáculo.
Desde hace un rato huelo a hueso quemado, a fricción entre mi pierna y el hierro de la sierra. Me daría dentera si estuviese lúcido. Pero se confunde con esas imágenes que no dejan de volar alrededor de mi cabeza. Tampoco he perdido el oído. Extrañamente se agudiza con cada trago de whisky que la enfermera me hace tomar. Gritos, de tanta gente que no puedo adivinar cuántos son. Explosiones, aunque son muy lejanas. Por encima, la fricción, la misma que llega hasta mi nariz. Y el colofón a la sinfonía lo pone el goteo, que se oye rojo e intenso, con un ritmo frenético en la palangana de lata situada a mis pies, entre mi tacto, que mira aterrorizado la escena, y yo.
Es probablemente el momento en que más vivo me he sentido, después de probar el húmedo suelo mohoso en el fragor de la batalla. Un chasquido sobre mi rodilla y al suelo. Ahí empieza todo. La siguiente escena, enfermeros corriendo conmigo en la camilla hasta la retaguardia, donde por bisturí tienen una Opinel para mondar manzanas y como anestésico, el buen whisky escocés que están desperdiciando en mi garganta.
Por mucho que quieran no me pienso emborrachar. Por mucho que quieran estoy más lúcido que nunca. Y me alegro de ser consciente de mi propio desmembramiento, ya que nunca seré testigo de mi propia muerte. Por eso disfruto cada matiz que mis obnubilados sentidos me ofrecen. Para, tan cerca de la muerte, poder gritar que estoy más vivo que nunca.

19 agosto 2005

Huida hacia el punto de fuga

Quería sentir, ser todo aquello que había leído, escuchado. ¿Se podía vivir aquella pasión que cantaban los juglares, tan fuerte como sólo los lobos aúllan a la luna llena? Sin tener certeza sobre ello montó al primer tren que salía de la estación. Durmió. Pasaron días. Probablemente también años, y veía a la gente sentarse en su compartimento, levantarse, dejar las maletas sobre su cabeza. Y veía su barba crecer, poblar cada rincón de su joven cara, curtida día a día por la voz familiar del revisor.
Pasaron las estaciones. Hoy París, mañana Budapest. Pasado mañana primavera y al siguiente otoño.
Al paso de su tren, las ciudades estaban dibujadas en blanco y negro, eran una plana fotografía de los sueños que los viajeros trazan en los mapas. Compases se alzaban en lugar de las torres y parecía que la línea del horizonte estaba trazada con el cartabón de un viejo profesor de geometría. Hasta las manchas del cristal eran huellas dejadas por el despistado artista con sus dedos manchados de carboncillo.
El arte nacía del haz de luz que manaba de sus pupilas, claro como el agua recién nacida del manantial de montaña, enrevesada como las comparaciones de los clásicos orientales. Y tan natural como ambas, pues no tendría sentido ese mirar sin el objeto sobre el que se posase su vuelo. Cada amanecer bebía imágenes que componían, fotograma a fotograma, una curiosa película sin argumento, sin principio ni fin. 24 exposiciones por segundo. Lástima de plata, menudo desperdicio.
El pulido andén llegaba a su fin. Y el agua no saciaba su sed. Ya la bebía con fruición, tanta que peligraban las existencias de todos los océanos y ni las lágrimas de la humanidad, que no dejaban de desembocar en ellos, podían parar la acuciante sequía.
Cuando el tren paró estaba amaneciendo. A su izquierda se extendía el diezmado mar y el sol se miraba a su espejo recién despierto para quitarse las legañas. A su derecha, la ciudad invisible bostezaba.
Cogió su hatillo y caminó hacia ella. No había caminado dos pasos cuando paró en seco su marcha y se lo pensó mejor. Dio media vuelta, cruzó las vías antes los ojos del jefe de estación y se metió en el mar. Primero los pies, luego las piernas, el torso, hasta que su cabeza no fue más que una mancha diminuta que se perdió bajo las aguas, justo debajo de la línea del horizonte que algún viejo profesor de geometría había dibujado con su cartabón de madera.

17 agosto 2005

La vida en Venecia

Ella estaba allí cuando el sol curtía su piel, cuando el cielo lloraba con su lluvia sobre su cara y, así se confundían y mezclaban las lágrimas de ambos, cuando la nieve y el frío agarrotaban sus dedos extendidos hacia los transeúntes que pasaban a su lado sin verla.
Sucede, normalmente, que las cosas más importantes, por ser pequeñas, por estar escondidas en las sombras, pasan desapercibidas ante los ojos grises que nada quieren ver más que lo que cae delante de su mirada perdida.
A ella no le importaba. Seguía llorando con un llanto silencioso y, de vez en cuando, una moneda caía en la palma de su mano, que se iluminaba por el resplandor dorado del metal. Por la sonrisa que ese hecho trivial le robaba a sus labios. Por ver a su pequeño comer caliente esa noche en la pequeñísima choza de la ciudad invisible enclavada entre palacios áureos de la ciudad más vista, más querida, más fotografiada.
Aunque ella se creía invisible, había alguien que se apostaba cada día en el rincón más oscuro, aún más oscuro que en el que ella se arrodillaba. Era un chico sin rostro, que por mucho que pasases a su lado, nunca conseguías reconocer. Vivía desenfocado entre tanta masa enfocada. Un individuo perdido, al fin y al cabo, con poca profundidad de campo o el diafragma muy abierto (porque toda realidad tiene dos caras, una afirmativa y otra negativa). Y todos los días sus ojos la veían volver empañada entre turistas, como si la niebla la protegiera con su insonoridad hueca.
Y todos los días un beso volaba tras ella, requebraba las esquinas tras su figura, que parecía siempre postrada ante los pies que pasaban hacia un lado, hacia otro lado.
Pero sólo ella se elevaba del suelo un poquito más cada mañana.
Sólo ella podía decir que veía el mundo desde el cielo. Y el chico desenfocado sonreía desde su rincón.

12 agosto 2005

Vidadá


Partía con tanto cuidado los huevos para hacer tortilla… Tanto que tiraba la cáscara a la basura intacta. Todo lo que hacía era arte, suave, cuidadoso, meciendo a un niño en su pincel. Sus partes eran integradas en un todo como si siempre hubiesen formado parte de él. Y al fondo, el mar, eclipsado por una mentira que se decía verdad, a la que media humanidad se aferraba en su naufragio de identidad aliterada, dadaístamente dejada en los dedos del dorado deseo de ser Dios.
Hombres buenos. Desnudos ante sí mismos se miraban al espejo y se buscaban las virtudes como si fuesen besos robados de los labios de un suceso largo; los vicios como cicatrices dejadas por una amarga vida inexistente de firme contradicción perpetua.
Le sobraban adjetivos, adverbios, pronombres, nombres y verbos vertidos en cuencos de un lenguaje invisible pero metafísicamente existente.
Y así, cambió el tiempo.

10 agosto 2005


"Así, víctima de su extravío, no sabía ni quería otra cosa que perseguir sin tregua al objeto de su pasión, soñar con él en su ausencia y, a la manera de los amantes, dirigir palabras tiernas a una simple sombra"
Thommas Mann - La muerte en Venecia

Boine soir, Cartier


Hoy desafío al más grande. Llamémoslo homenaje...
Si fuiste el ojo de tu siglo, yo seré el ojo del mío.

09 agosto 2005

Sin pies

No sé hasta qué punto he llegado en la escala vampírica, porque aún soporto la luz del sol y la mera visión de la sangre me marea. Aunque me gusta saborearla salada y caliente. Llena de vida. Por eso ahora me pregunto por mi grado de existencialismo, porque me levanto cada mañana como si fuese una nueva, aunque ya la haya vivido. Pero yo soy tan Sartre como Jean Paul, aunque sin ojo a la birulé. Y sin ojos de gato, desde mi felina perspectiva. Al fin y al cabo son tan pardos como las hojas que cubren la avenida en otoño.
Envidioso de los grandes, aunque a su misma altura desde mi pedestal de sueños rotos, aplazados o por cumplir. Desconocidos, de todas formas. O más bien inconscientes. Subconscientes.
Abro con cada letra una nueva senda en mi imaginación, aunque no me decido a seguir ninguna, pues me parecen todas igual de buenas. Así que sigo caminando en círculo en este pequeño claro que he conseguido formar. Aunque no sé cómo. Un buen día amanecí aquí. Eso es todo.
Me vuelvo a tumbar en el prado. Pero sólo porque se oye la melodía de un piano. Como para rendirle homenaje. Eso es todo.
Y vuelve a llover. Ya hacía falta. Porque tenía las raíces tan secas que no las podía despegar del suelo. Todo, en definitiva, era un duelo. Con enemigo desconocido y tan profundo que sólo le veía cuando me miraba al espejo. Será porque todas las ataduras nacen del propio corazón del hombre. Porque la libertad no es un sueño, sino una realidad. Desconocida. O más bien inconsciente. Subconsciente.
A lo mejor el bosque es sólo un espejismo, cordaje producto de mi imaginación.
O más bien inconsciente.
Subconsciente.

08 agosto 2005

Manifiesto del Anormalismo

En los tiempos de normalidad abusiva, dictatorial y homogeneizadora los seres que dan más importancia a su propia excentricidad brillan con una luz que la mayoría de veces es tachada de oscuridad. Sí amigos, el oscurantismo no es que predomine, es que se ha convertido en la base de una sociedad que quiere ver muertos a sus individuos más ilustres. O al menos quiere ver muerta esa ilustre individualidad. Esta sociedad nos ofrece opio paralizante en cada acto, en cada pequeña manifestación de una cultura predominante, viciada, robóticamente deshumanizada.
No es una reflexión nueva ni novedosa, ya Stuart Mill, Tocqueville, Marx u Ortega y Gasset, entre otros, supieron ver este intento de ‘individualicidio’ que, de una manera más o menos programada, la sociedad impone a las mentes más preclaras. En el mejor de los casos, el resultado de este aislamiento resulta una ‘muerte social’, un mirar por encima del hombro al ser que proclama su excentricidad como única bandera, que no sabe de naciones, ideologías, religiones, tierras o terruños.
Mi única patria es mi propia mente. No ya en un sentido surrealista, proclamando la percepción de la mente sin mediación de la razón como única manera de expresión posible. Sólo es una de tantas. Tantas como mentes únicas piensen, como seres únicos que se resistan a ser homogeneizados existan.
¿Personalismo? ¿Individualismo? Poned la etiqueta que queráis, aunque por principios, me resista a etiquetar mi propio pensamiento. Al fin y al cabo, somos humanos, y lo único que nos diferencia de los animales es nuestra ansia por clasificar y explicar un mundo inclasificable. Eso y el Amor.
Desde estas líneas, pues, proclamo este manifiesto de la Libertad como la única manera para alcanzar la verdad. Anclémonos en los clásicos para poder librarnos de sus yugos.
Hermanos, ¡renaced!

02 agosto 2005

La muerte en Venecia


Nostalgia de futuro, paraíso de sueños perdidos y de inspiración ahogada en un vaso de agua.
El vaso de agua acaba de derramarse en mitad del canal y ha puesto perdidas de sangre las sábanas que la mamma acaba de tender. Gracias a eso me voy a salvar, porque la mamma no se fijará en la gran mancha de las sábanas cuando la vea sino que seguirá, como miguitas de pan, las gotas de sangre que han formado un reguero bajo mi ventana para encontrarme ahí asomado, con los ojos vacíos y sin aire en los pulmones porque se me ha acabado sólo diciendo en voz alta esta frase.
¡Respira!
Ahora cambia el escenario y, por ende, el estilo. Anoche las sábanas lamían tu cuerpo. Era una competición conmigo, por ver quién embadurnaba más saliva sobre tu piel. Te envolvías en ella. Eras un regalo con sorpresa. Con la sorpresa contenida en tu alma traviesa y sonrojada. Nos debatíamos en una lucha sin cuartel. Nadie se cansaba. Mojábamos aún más las sábanas. Nos quedábamos pegados. A ellas. A nosotros. Por un momento fuimos uno y habríamos desaparecido de haber empujado más fuerte. Habríamos muerto de placer, de escarmiento, de conocimiento. De amor. O simplemente ahogados, por no dejarnos coger aire entre tantos besos cuyas lenguas enfurecidas se obcecaban en estrangularnos.
¡Respira!
El coral arañó durante un tiempo mis pies. Hasta que la barrera dejó de sostenerme y el acantilado submarino se abrió para dejar paso a la inmensidad del mar. Peces de colores nadaban a mi alrededor y yo contuve la respiración para ser uno más de ellos, para camuflarme con el azul cristalino de las aguas. Las escamas brotaban de mi piel con cada brazada que me hundía en el fondo, con cada gesto cómplice y cada guiño a las criaturas que me miraban atónitas. Poco a poco la luz desapareció y me encontré solo. Hacía frío, estaba oscuro. Y sentí miedo, mucho miedo; tanto, que volví a ser consciente de mi naturaleza aérea. Las escamas se disolvieron y por primera vez mi instinto, anclado en mi cerebro dio un tirón de mí para que volviese a la superficie y me gritó.
¡Respira!
Otra vez Venecia. Aunque ya no soy yo el narrador así que cambiemos de persona. Tu sangre derramada y mezclada con las lágrimas de tu mamma. Es todo tan trágico, que te dan ganas de reir. Aunque no serás el primero. El "hommbre" (digamos Mann) te entiende. Desde tu escondite también se oye su risa.
¡Expira!