14 julio 2009

La revolución


Dejé de hablar de amor después de conocerlo. No hay necesidad de búsqueda tras desentrañar el misterio. Dejé de hablar de amor y ya creí que no podía hablar de nada más.
Creí morir cuando dejé de ser un niño. Como si la vida no tuviera más sentido perdida la inocencia. Creí que en su pureza se escondía el secreto de todas las cosas y que por ser un adulto ya no merecía malgastar mi ilusión en descubrirlo.
También creí que el mundo estaba hecho de grandes obras y que yo, antes destinado a escribir con las mías muchas páginas, no sería capaz de completar ninguna. En eso no me equivocaba. No tendré ninguna gran obra. Por suerte, este tiempo no lo exige.
Darme cuenta de que no soy un genio me dejó mudo. Al fin y al cabo, mis palabras ya han sido mil veces dichas, y mis ojos jamás descubrirán nuevos mundos. Y eso, que durante tiempo me corroyó el alma, hoy me alivia. Me alegra saber que lo único que puedo ver es lo que transcurre ante mis ojos. Ya no cometeré el error de considerarlo poco.
Tomando la idea de Lefebvre, están equivocados aquéllos que piensan que en la vida los momentos creativos constituyen las montañas y la vida cotidiana corresponde al llano. Al contrario, se ha de ver la vida cotidiana como un suelo fértil en el que crezcan las ideas y la acción del día a día configure un paisaje completo y hermoso.
Y para vivir no esperaré a que llegue la revolución. He tenido la fortuna de vivir en el tiempo en el que hacer la revolución está en mis manos.