30 junio 2005

Salado, como la muerte

Ayer soprendí a mi madre recitando a García Lorca mientras se pintaba las uñas de los pies:
"Todos los días en Granada
todos los días muere un niño...".
La misma noche encontré a mi padre desvelado soñando con las pesadillas que a los demás les había tocado vivir.
Siempre había desdeñado esas pequeñas palabras que salían de sus bocas, esos pequeños gestos que resumían la agonía de la gente, eran los gritos que daban los mudos.
Mientras, risas, alcohol, cerveza a tubos corrían entre mesas de insensatos, de inconscientes que no veían más allá del culo del vaso que les había concedido la fortuna.
Edipo murió y yo no me di ni cuenta, no le había dado siquiera tiempo para nacer.
Corren por mi mesa las últimas frases esquivas antes de coger ese tren, antes de mirar al vacío andén tan lleno de gente, aunque ninguno de los gestos de despedida vaya dirigido a mí.
En Atenas viviré mi segundo Renacimiento. Aunque seré consciente de él.
Desde una ciudad cualquiera, un ciudadano cualquiera, desvelado por los sueños de los demás...
Post Scriptum: Estaré cerca, tanto como lo estén tus sueños. Si quieres ver mi cara, no tienes más que mirar al espejo.

27 junio 2005


"...milana bonita, milana bonita..."
Miguel Delibes - Los santos inocentes

26 junio 2005

Amor y Libertad


Foto: Robert Capa

Nunca te gustaron las despedidas, el salado sabor de las lágrimas en tus labios. Y sin embargo aquí estás, en medio de la abarrotada estación, abrazándola completamente aislado de los gritos, el llanto y los disparos al aire que pueblan el ambiente. Tú sólo oyes sus lágrimas rodar por las mejillas. Y ella está escuchando tu corazón latir tan fuerte que se va a salir del pecho.
"Vete ya", le dices, porque no quieres que te vea llorando. Tú eres un hombre, eres fuerte, te has curtido en el campo durante veinte años. Eres lo único que ella tiene en el mundo. Ella en cambio es frágil como una copa de cristal. Su tez es pálida, sus piernas como las de una garza. Y su vientre te lleva dentro más vivo que nunca. "No", te responde, "quiero verte partir".
El tren pita dando el último aviso. Ya no aguantas más. "¿Cómo se va a llamar?", te pregunta con la voz cortada por el llanto. Le das un beso para no verla llorar, aunque la escuchas. Sólo tienes oídos para ella. "Mateo, como su padre, como el padre de su padre", respondes desterrando al fondo de tus tripas el nudo que tienes en la garganta.
"¡Viajeros al tren!", grita el jefe de estación mientras la locomotora se pone en marcha y los vagones comienzan un lento traqueteo. A tu alrededor hombres vestidos de verde se apresuran a echar sus macutos al tren y a montarse en él en marcha. Le das un último beso y te das la vuelta justo en el momento en el que se te escapa la primera lágrima. Corres en dirección a la puerta más cercana. Sólo te da tiempo para escuchar sus últimas palabras, que salen arrancadas de su corazón, con más sentimiento que sentido: "¿¡Y si es niña!?". Montas al tren, que ya sale de la estación y te das la vuelta. Aún puede ver tus ojos encharcados, aún puede oír tus palabras desgarradas.
"¿Y si es niña?", piensas, "Y si es niña...". Y tu mente te trae la respuesta, la que ella quiere oir, la que borrará las lágrimas de todos tus compañeros. "Y si es niña..." repite tu cerebro para dejar que tu corazón grite: "Y si es niña ¡¡¡¡LIBERTAD!!!!".

24 junio 2005

If...


"Si puedes mantener la cabeza cuando todos a tu alrededor
pierden la suya y por ello te culpan,
si puedes confiar en ti cuando de ti todos dudan,
pero admites también sus dudas;
si puedes esperar sin cansarte en la espera,
o ser mentido, no pagues con mentiras,
o ser odiado, no des lugar al odio,
y-aun- no parezcas ni demasiado bueno, ni demasiado sabio.

Si puedes soñar y no hacer de los sueños tu maestro,
si puedes pensar y no hacer de las ideas tu objetivo,
si puedes encontrarte con el Triunfo y el Desastre
y tratar de la misma manera a los dos farsantes;
si puedes admitir la verdad que has dicho
engañado por bribones que hacen trampas para tontos.
O mirar las cosas que en tu vida has puesto, rotas,
y agacharte y reconstruirlas con herramientas viejas.

Si puedes arrinconar todas tus victorias,
y arriesgarlas por un golpe de suerte,
y perder, y empezar de nuevo desde el principio
y nunca decir nada de lo que has perdido;
si puedes forzar tu corazón y nervios y tendones
para jugar tu turno tiempo después de que se hayan gastado.
Y así resistir cuando no te quede nada
excepto la Voluntad que les dice: "Resistid".
Si puedes hablar con multitudes y mantener tu virtud,
o pasear con reyes y no perder el sentido común,
si los enemigos y los amigos no pueden herirte,
y todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado;
si puedes llenar el minuto inolvidable
con los sesenta segundos que lo recorren.
Tuya es la Tierra y todo lo que en ella habita,
y-lo que es más-serás hombre, hijo."
Rudyard Kipling - If

22 junio 2005

Obsérvese

La figura me mira desde el fondo del cuadro. Consiguió sobrevivir a la muerte. Bien hecho. Su única labor ahora es posar para la posteridad a merced de miradas anónimas y furtivas. Triste final para sus pretensiones. Tan triste como sentir tu muerte observada por las aves carroñeras.
¿Conoció el amor la mujer barbuda? No me atreví a preguntárselo. Me dio miedo. Sus ojos amenazaban mi presencia en el rincón de su soledad. El niño que acuna en brazos parece que será feliz. Para que luego digan los curas.
Frases cortas, directas vuelan cerca del techo. Las capturo con un cazamariposas amarillo. Recuerdo de niñez. Todas van a parar a un saco donde guardo tus sueños. Sin quererlo se me coló un Picasso. Buen botín, aunque involuntario. Sus ojos de pez me miran. Hay que ver, Celestina. El azul te desmejora mucho.
En mi pantalla bailan los colores. El verde sucede al rosa, aunque seguro que no se pusieron de acuerdo. La noche es cerrada ahí afuera. Miro por la ventana y veo oscuridad violada por la luna llena. Y un gato negro que le canta a ésta.
Observe. Retrato de familia. ¿Realmente se querrán? Sus gestos parecen forzados y esquivos. No hurguemos en la llaga, que tenemos suficiente con lo nuestro, don Camilo. En cuanto les han dejado, se han difuminado en el paisaje. Lo suponía.
La vida es algo que aprendí en un museo.
La vida es... óleo sobre lienzo.

20 junio 2005

Grito


Disculpa que hoy no sea tú. Pero necesito gritar. Ya no aguanto este calor que quema mi piel, que incendia mis pulmones, que consume mis entrañas. Necesito arrancarme el corazón con unas uñas bien afiladas que rasguen lo que quede intacto dentro de mi pecho, que abran mis costillas de tela como un armario para que al final no quede nada dentro. Eso es, necesito sentirme vacío.
Me acabo de dar cuenta de que la luz se ha apagado delante de mis ojos. Parte de culpa es mía, pues era mi mano la que sostenía el martillo que rompió la bombilla en mil pedazos. Ahora doy vueltas en círculo sobre ese mar de desperdicios, de cristales rotos que me destrozan los pies. El suelo está cada vez más encharcado de un líquido tibio y viscoso que tiñe mi piel de escarlata.
Me siento incapaz de mirar a los ojos del destino. Ya no me río en su cara. No me atrevo a recibir otro arañazo suyo que me vuelva a cicatrizar la mejilla. Ya saboreé el gusto amargo de la sangre en el momento de mi nacimiento; ya experimenté su frío zarpazo de mis manos inocentes sin saber que eso sellaría el resto de mi vida. Ni siquiera las pecas han conseguido disimularlo. El dolor está ahí, latente, y me atormenta cuando no llueve.
Prometo no dejar correr una lágrima para darle esa satisfacción. Los surcos que había bajo mis ojos están secos a pesar de vivir preso del dolor. Mis ojos se mueren de sed porque nadie los regó. Mis manos gritan desesperadas y se acercan a mi cuello para obligarle a soltar las palabras que están aferradas a mi garganta con anzuelos. Y aunque abra la boca para gritar sólo sale de ella aire vacío de sonido, el silbido asmático de mi negra alma.
Sé que me quedo a medias. Que la infección recorre mi cuerpo y se hace su dueña. Da igual. Sólo necesitaba escupir estas palabras a través de la yema de mis dedos aunque siga corriendo en línea recta por esta carretera sin fin.

19 junio 2005

Autorretrato del artista adolescente


Te susurré al oido que no te separaras de mí, que esa noche me abrazaras bien fuerte.

18 junio 2005

La sombra de tus piernas


Me deslizo por el suave tobogán de tus piernas
sintiendo cada centímetro de tu piel.
Los segundos se han parado en esta frenética caída
y el reloj lucha contra sí mismo
por hacer avanzar sus agujas en la esfera.
En el horizonte veo un bosque
en el que me refugiaré de este sol de plomo.
Ya veo la sombra de sus árboles
cuyas hojas me sonríen de un modo cómplice.
He decidido que pasaré ahí el verano.

Tarde lisboeta en el centro de Madrid

Llevas toda la tarde dando vueltas a la manzana corriendo. Lo haces para desahogarte, porque se te ha extinguido la voz de tanto gritar por la ventana. No puedes parar de mover las piernas y forzar tus músculos, sólo por hacer algo. Lo mismo podrías haberte puesto a garabatear las paredes con un rotulador, como cuando eras un niño. Sin embargo prefieres sudar y sentir la carga del sol sobre tus hombros y tu cabeza. Debe de hacer al menos cuarenta grados y tienes la camiseta pegada a tu torso, lo que te provoca una sensación de angustia. Pero es superficial, no te interesa esa sensación. Así que envías a tu cerebro la señal de que la filtre, que la obvie y la mande a la trastienda del recuerdo.
Paras un momento y te inclinas con las manos en las rodillas buscando el inexistente aire de la viciada ciudad. A tu lado dos muchachas ríen sin parar y sientes la necesidad de unirte a su risa. Están sentadas en un banco de madera y las dos llevan faldas por encima de las rodillas y unas sandalias de playa. "Es una pena que en este hervidero de gente no haya playa, porque echaría a nadar para perderme en el mar", piensas. De un coche parado en el semáforo salen notas de rock and roll a todo volumen e inudan la plaza. Eso te anima para proseguir tu carrera sin meta.
Tras un rato te paras a beber agua en la fuente en la que unos niños están llenando globos de agua. Te hacen recordar tu infancia en la pequeña ciudad donde la guerra de globos se declaraba el primer día de vacaciones y las barricadas no se levantaban hasta septiembre, cuando la campana de la escuela os obligaba a volver a los mares de letras. "¿De qué me va a servir todo esto que intentan meter en mi cabezota?", te preguntabas día a día. Hoy sabes que las flores tienen estambres y pistilos, que el sitio de Verdún fue la batalla más sangrienta de la historia y que los patricios romanos llevaban una banda magenta para mostrarles a esclavos y plebeyos todo el poder que su cuna les otorgaba. Ahora quizás has cambiado tu percepción sobre estos conocimientos y puede que las cosas tengan más valor por acumular líneas de libros de texto en las estanterías de tu cerebro.
Levantas la vista abstraído y observas la plaza desde el centro. Los edificios son viejos y sus paredes están descascarilladas. Probablemente en algún tiempo desafiaban la vista de los viandantes con colores vivos y llamativos. Ahora llaman la atención los colores chillones de las ropas colgadas de sus balcones puestas ahí para que las moléculas de agua se evaporen y sigan con el ciclo que tantas veces viste dibujado en los libros de ciencias naturales. "Nuestras aguas son los ríos que van a parar a la mar". No sabes por qué esta estrofa de Jorge Manrique te viene a la cabeza y tu pensamiento sigue hilando fino con puntadas de Jean Paul Sartre. No, hoy no sientes la náusea. Quizás un poco de 'saudade' por encontrarte en el centro de Madrid con una plaza que parece traída pieza a pieza de Lisboa.
En este momento te has vaciado de sentimientos. Sientes tu alma en paz, una tranquilidad absoluta, como si en el centro de tus entrañas reinara la calma chicha y por eso ya no te apetece correr.
Vaya. Un billete de cinco euros en el suelo. Te agachas a recogerlo y, con él en tu mano, miras a tu alrededor por si encuentras a su dueño. "Creo que el dueño ha sido encontrado por el billete", dices entre dientes, y lo guardas entre la goma de tu pantalón de deporte y tu cintura. Como te apetece fumar te acercas al kiosko que hay en el centro de la plaza. "Un paquete de Fortuna, por favor". Miras a tu derecha y ves a un hombre que no se ha duchado en semanas beber de un cartón de vino. "Que sean dos, y un mechero", le dices al kioskero. Te sacas el billete de cinco euros de su escondite. Está húmedo, pero no crees que le vaya a hacer ascos.
Coges el tabaco y el mechero y te acercas al hombre del banco. "¿Puedo sentarme?". Él te mira. Parece que no va a poner oposicion y te sientas a su lado. Abres un paquete y te enciendes un cigarrillo. Él te vuelve a mirar, aunque sus ojos se fijan más en el cigarrillo que en tu cara. Te sacas el otro paquete y se lo das. "Gracias", dice su mirada perdida por los efectos del tintorro. No te apetece hablar, así que te fumas el cigarro tranquilamente disfrutando de la tarde lisboeta que el destino o la casualidad han traido a la puerta de tu casa.
Sigues con la mente en blanco. Debe de ser porque sólo te sientes realmente inspirado cuando las tinieblas de la noche emergen del horizonte y toman el relevo del sol. Cuando te metes en la cama y la cabeza empieza a darte vueltas como una lavadora centrifugando. Aun así, decides tentar esa costumbre y buscas a la musa en las sombras proyectadas por el sol. No hay manera. Sólo encuentras una paloma comiendo las cáscaras de pipas que alguna pareja abstraída en su propia belleza dejó caer. Fotografías esa imagen en tu mente y la guardas en el apartado de "palomas y pipas" que se acaba de inaugurar en la biblioteca de tu cabeza.
Por primera vez en años te sientes bien, te sientes vivo. Será por contrastes, porque en tu mundo fotográfico todo funciona así. Será que esta vida te ha buscado para que la sientas. Será que esa llamada telefónica que te hizo salir corriendo envuelto en lágrimas y no parar hasta que se vació tu alma de pena la hizo la mano del destino (o de la casualidad). Aunque tú sabes que es un homenaje a su vida, que ella habría querido que le regalases el paquete de tabaco a ese mendigo, que pensases en la pareja que dejó caer las pipas. Y por fin sacas una conclusión que no viene a cuento de nada. "Estés donde estés, sigue calentando mi cama en las noches de frío y soplando mi cuello en las de calor. Suerte y felices sueños".

17 junio 2005

Dejá vu



Un manto de agua cae ante tus ojos y, a pesar de ahogar tu visión, deja que tu imaginación navegue en los charcos que se están formado en la acera. El ruido del tráfico ha cesado y sólo se oye la lluvia caer sobre el pavimento, los pasos apresurados de la gente, que corre a refugiarse del chaparrón bajo cualquier irregularidad de los edificios de la avenida. Los más previsores caminan tranquilamente con el paraguas abierto y una sonrisa mal camuflada que denota su sentimiento de superioridad sobre los menos avispados. En cambio tú avanzas como si el sol estuviese fundiendo tu figura con tu sombra por los pies. Tienes el pelo pegado a la frente y notas el agua en cada resquicio de tu cuerpo. Es una sensación que hacía tiempo que esperabas. Notas miradas indiscretas clavadas en tu nuca y te das la vuelta con aire desafiante. Entonces esas miradas bajan para mirar su propio reflejo en el suelo y darse cuenta de su pequeñez, del agravio comparativo que los deja a la altura de la suela de sus zapatos de goma.
Miras a tu alrededor y, de no ser por esos seres pequeños y grises, estás solo en la calle. La única gota de color la pone la luz de neón de los escaparates, que brilla sobre tu ropa empapada como si fuese un espejo. Siempre que llueve te mojas. Parece una afirmación estúpida, pero tiene una naturaleza más metafísica de lo que puede parecer escuchada a secas. Ahora la escuchas a mojadas y saboreas todo su significado. Y gritas. Quieres que te oigan los edificios, los semáforos, las luces de neón. Y sin embargo, te da igual que los seres grises puedan sentirlas. Sentirlas en sus dos acepciones, porque aunque los seres grises puedan oír, hay que tener color para que lleguen al corazón, un poco de sangre en las venas.
Algo ha llamado tu atención, pero aún está lejos. Es un punto en el horizonte de asfalto. Un punto que brilla por su luz y por su color. Poco a poco se va acercando y tú también caminas hacia él. Una figura humana se va haciendo más nítida a cada paso que das y, poco a poco, descubres sus formas sinuosas, su pelo enmarañado y tan pegado a su cara como el tuyo y sus ojos, que no se apartan de los tuyos. Un paso. Os reconocéis. No os habiáis visto nunca pero da la sensación de que vuestros colores han estado siempre juntos. Da igual que ella no sepa tu nombre ni tú el suyo porque vuestras vidas se han cruzado a menudo. En tus sueños. Sin tiempo para parar vuestros pasos os fundís en un beso inevitable que llena vuestras lenguas de sentido, que inunda la calle de color en medio del mar gris. Sentís en vuestras nucas la mirada de los espectadores, de las sombras grises acechando así que, sin hablar, ambos volvéis la cabeza para clavar sus ojos espías en el suelo, para demostrarles lo vacía que es su descolorida vida.
En ese momento el cielo os da una tregua y rasga una nube lo justo para que al otro lado de la esfera celeste se dibuje un arco iris. Ahora sí que estáis solos porque las sombras se han volatilizado como vampiros con la luz del sol y todo a vuestro alrededor vuelve a tomar color, y vuelve el ruido del tráfico. "Es curioso, pero esto ya lo he vivido", piensas, mientras lees en sus ojos la misma afirmación.

14 junio 2005


"La mejor cualidad de mis antepasados es la de estar muertos"
Julio Cortázar - Rayuela

Romeo y chocolate

¿Estaban buenas las chocolatinas? Seguro que te las comiste antes de subirte al metro. No te las debí haber comprado, pero nunca me pude resistir a tu mirada de cristal. Te imagino en el andén, observando a tu alrededor como un ratoncito con los dulces en la mano, no te vaya a ver alguien en tan furtiva acción. Porque tú siempre le das un carácter furtivo a todas las pequeñas cosas.
Te veo. Tienes El árbol de la ciencia en la mano y en la cabeza la intención de abrirlo en cuanto te sientes en el vagón. Pero lo has manchado de chocolate. Lo miras como si no fuese contigo y a la vez como si hubieses matado a alguien. Sé que piensas que no deberías haberlo cogido de mi estantería, también a hurtadillas aunque te lo había ofrecido un momento antes y recuerdas mis palabras cuando lo vi en tu mano: "Fue mi libro favorito hasta hace un par de años, y en cierto modo lo sigue siendo". Por eso te sientes como si me hubieses matado y las lágrimas acechan por un momento tus ojos. Hasta que te das cuenta de que es una tontería, de que en el fondo me da igual que esté impresa en la página 73 tu huella dactilar en chocolate. Sabes que siempre me gustaron las cicatrices, ya sean en tu piel, ya sean en las páginas de un libro porque en el fondo son las marcas de la vida y el único recuerdo que puedes ver y tocar con los sentidos, no sólo con la mente.
Así que te enfrascas en su lectura, imagino, con un regustillo a chocolate en el paladar. Acompañas al joven médico en sus andanzas de juventud, en sus pensamientos metafísicos tan cercanos a los tuyos y tan propios de mí hasta que ya no puedes reprimir tus lágrimas. Te ves como Lulú, muerta por un capricho del destino y no es tu muerte lo que tanto te apena sino dejarme solo en el mundo porque crees que no me puedo valer solo, que soy un niño que te necesita para prepararle la comida, para enjugar sus lágrimas, para curar sus heridas. Así que me decido a acompañarte en este viaje y cerrar la historia tantas veces repetida. Y así sentirme Romeo por un día.
Despiertas. Has llegado a tu parada y en el andén no pone "Muerte" ni nada por el estilo. Pero ya sé por qué mi teléfono está sonando y tu número aparece en la pantalla. Porque te he visto subir las escaleras corriendo para cerciorarte de que no me he tomado la cicuta, de que aún tienes una razón para seguir viviendo. Así que no te voy a hacer sufrir más. La próxima vez te acompañaré a casa y te contaré el final de la historia.

10 junio 2005

Sensación en estado puro

Abres la ventana por el mero placer de sentir el frío en tus mejillas. Buscas en el horizonte un error de estilo, de composición, pero tu vista sólo percibe el humo de las hogueras. Bebes del vaso un sorbo de vino y te deleitas en su indescriptible sabor, en su profundo color de sangre que difumina el lento avance de las tropas. Ya las oyes. Tambores, cañonazos y aviones que pasan tan bajo que hacen vibrar los marcos de las paredes de tu oscura habitación. Ya hueles la pólvora que arrasa la ciudad. En el fondo te alegras. Desde tu ventana no ves cada alma que se desprende de un cuerpo a cada momento. Aunque las sientes atravesar la tuya. Una a una. Eso te da frío y sí: te gusta.
Se acercan. Son cientos. Miles. Nunca se te ha dado bien calcular muchedumbres, nunca lo viste útil. ¿Qué más darán cien mil que un millón? Es un simple baile numérico... Y jamás les has dado importancia a las cifras, sobre todo desde que fuiste consciente de que parcelan el tiempo. Nunca lo comprendiste. ¿Cómo se pueden poner barreras a algo que no tiene principio ni fin? ¿Cómo se puede medir la velocidad de algo que a veces se arrastra y otras vuela? Por no hablar de la simple cuestión física (aunque que utilices este argumento es tan hipócrita como que un ateo o tú mismo digas "Por amor de Dios") y lingüística: velocidad=espacio/tiempo. Y, aunque el tiempo no ocupe espacio alguno, desde pequeñito te enseñaron que el elemento definido no puede entrar en la definición.
"Absurdo", te repites mentalmente mientras agradeces un rayo de sol que ha atravesado las nubes y se ha posado sutilmente en tu cabeza. No se oyen pájaros. Normal, tú también habrías salido volando, aunque... Sí, te lo piensas mejor y disfrutas del vino, de la visión, de la muerte en estado puro.

09 junio 2005


Treinta segundos me dan... para congelar el fuego.

07 junio 2005

La ciudad invisible

En la ciudad invisible nadie sonríe. Y quien lo hace se arriesga a que sus vecinos le miren por encima del hombro. Todo empezó el día en que un huraño dictador les quitó la música. Desde entonces todo en mundo se siente como si les hubiesen mutilado el oído, aunque ya son más bien pocos los que recuerdan las melodías que recorrían las calles.
En la ciudad invisible los edificios rasgan el cielo. Antes lo rascaban, como en el resto de ciudades del mundo, pero se les instaló arriba del todo una aguja gigante que abre las nubes si se atreven a pasar demasiado bajas... Por eso desde entonces, el cielo se remanga las faldas cada vez que cubre este pedazo inexistente de mundo.
Allá, en la ciudad invisible no hay tranvía, ni metro, ni coches, ni nada. Sólo hay pies decalzos, ennegrecidos, siempre cubiertos de sangre porque el suelo está cubierto de cascotes de cristal. Aunque las gentes ya ni lo sienten, les parece algo normal eso de medir un poquito menos cada día.
En la ciudad invisible no existen los besos, porque a la gente se le ha olvidado amar. Este sitio, envidiado antes por la mismísima París, está lleno de autómatas solitarios, de seres quasi humanos que sólo caminan, mirando al suelo, sin conseguir recordar lo que son, sin conseguir soñar lo que les gustaría ser.
En la ciudad invisible ya no cantan los pájaros, desde que se cambiaron los árboles por chimeneas. La gente ya no ama, no sueña, no come, ni bebe, ni respira. No siente. Porque su deshumanización ha sido un cambio teñido de progreso, un cambio ideado por quien sólo buscaba vaciarles los bolsillos y, sobre todo, los cerebros.
En la ciudad invisible la gente no tiene alma.

06 junio 2005

Cada vez que respiro huelo tu piel

y la estela que deja tu cuerpo en la arena,

perfume de otoño con sabor a miel

que mezclas con té. Té quiero, morena.

Quizás perdí un quizá

Flores en mi almohada que se abren de noche y en vez de pétalos tienen caras; una cara; tu cara. Flores de cabellos olvidados, regalados a la pasión, como un tributo a mi cama.
Es la dulce contribución que haces, tu sudor en mis sábanas, esa es la parte salada. Pestañas en mi recuerdo, persianas que tapan los transparentes cristales de tus ventanas; aliñadas con suavizante que se me pega al cuerpo, que me abraza y me hace esclavo de su fragancia.
Así yaces acurrucada en el vacío rincón de mi lecho, grabada tu silueta a fuego, a agua, a flor en un recuerdo tan vivo como el olor de mi almohada.

El amante de la luna

Hoy la luna se sentó a los pies de mi cama y me miró con tus ojos. No sé si reían o lloraban. Solamente hinotizaban todo lo que entraba en contacto con ellos. Primero fui yo y, poco a poco, los objetos de la habitación entraban en un baile frenético para caer rendidos a sus pies.
Yo sudaba y no dejaba de moverme rítmicamente aprisionado entre sus muslos, en el calor de su vientre. Su saliva quemaba mis ojos, mi boca, mi cuello, mi pecho, mi alma... Su olor penetrante hacía arder las sábanas en una hoguera invisible e inextinguible.
Hoy la luna me miró con tus ojos, que eran tan profundos que no tenían fin. Parecían laberintos que albergaban minotauros agazapados tras cada una de sus esquinas y yo me perdía en ellos, desoyendo a Teseo, que gritaba espantado en la entrada del túnel.
No me podía concentrar porque la tensión agarrotaba mis músculos y mi cerebro y todas las ideas se perdían para siempre por el sumidero de su boca. De tu boca. Allí se agazapaban en un fuego azul helado que sabía a cielo, a infierno, a tierra.

05 junio 2005

Homenaje al esclavo

Has venido a moler trigo
a este molino de fuego;
quema paja,
quema grano,
quema el yugo del yuntero.

Un niño grita en lo alto
que le llenen su puchero,
lanza a la hoguera naranjas
que crepitan y suscitan
risas en el molinero.

Una anciana pide pan
y le da a cambio a su nieto
para devorar sin dientes
un mendrugo de deseos.

Ahora se ha cerrado el grifo
de abusar de los borregos
porque entró el lobo al molino,
era moza de ojos fieros,
y sin abrir la boca,
sin agua ni viento,
ha apagado las ascuas
y ha matado al molinero.

Justo final predicho
por la sombra de los buenos.