En la ciudad invisible nadie sonríe. Y quien lo hace se arriesga a que sus vecinos le miren por encima del hombro. Todo empezó el día en que un huraño dictador les quitó la música. Desde entonces todo en mundo se siente como si les hubiesen mutilado el oído, aunque ya son más bien pocos los que recuerdan las melodías que recorrían las calles.
En la ciudad invisible los edificios rasgan el cielo. Antes lo rascaban, como en el resto de ciudades del mundo, pero se les instaló arriba del todo una aguja gigante que abre las nubes si se atreven a pasar demasiado bajas... Por eso desde entonces, el cielo se remanga las faldas cada vez que cubre este pedazo inexistente de mundo.
Allá, en la ciudad invisible no hay tranvía, ni metro, ni coches, ni nada. Sólo hay pies decalzos, ennegrecidos, siempre cubiertos de sangre porque el suelo está cubierto de cascotes de cristal. Aunque las gentes ya ni lo sienten, les parece algo normal eso de medir un poquito menos cada día.
En la ciudad invisible no existen los besos, porque a la gente se le ha olvidado amar. Este sitio, envidiado antes por la mismísima París, está lleno de autómatas solitarios, de seres quasi humanos que sólo caminan, mirando al suelo, sin conseguir recordar lo que son, sin conseguir soñar lo que les gustaría ser.
En la ciudad invisible ya no cantan los pájaros, desde que se cambiaron los árboles por chimeneas. La gente ya no ama, no sueña, no come, ni bebe, ni respira. No siente. Porque su deshumanización ha sido un cambio teñido de progreso, un cambio ideado por quien sólo buscaba vaciarles los bolsillos y, sobre todo, los cerebros.
En la ciudad invisible la gente no tiene alma.