Prueba
Fue la medianoche,
que pasó de puntillas
despojándose de su mejor vestido.
Sigilosa, dejó el tiempo a un lado,
junto a esa pieza de lino blanco
y zambulló sus caricias sucias en la espuma del mar.
El cielo anaranjado
sonreía agazapado detrás de la cerradura de la puerta,
con excitación infantil de sobrino de panadera.
La medianoche miró su reloj
y el mecanismo se había parado
por la acción erosiva del agua y corrosiva de la sal.
Hay madrugadas que se cuentan a pares
y es por tu ausencia
que mi piel se funde con sudor a las sábanas vacías.
Y hay mañanas en las que,
a pesar del zumo de naranja,
no hay dulce despertar.
Estoy siguiendo tu terapia. La de inventarme los nombres de las ciudades que habito. La de vomitar cascotes de viento que me envenenan de pasado. La de patear los cubos de la basura que se acumula en mis venas. Sí, doctora. Y sin necesidad de receta.
Me tienta recorrer el filo del cuchillo deslizándome con la planta de los pies. Es casi tan dulce como cuando mi lengua patina por tus caderas afiladas dibujando fantasías tan inútiles como el tiempo en el amor. Técnica pictórica: Saliva sobre piel.
Estoy siguiendo tu terapia: Palabra de mortal.
Desde el desierto no sólo nos llega calima. Anoche escuché susurros de desesperación que me hicieron abrir los ojos. Nuestros caminos transcurrían tan lejanos que nunca creímos que fuesen a cruzarse. Pero ahí estás mirándome acusador a la vuelta de la esquina. ¡Qué remedio! Me reprochas ser un producto podrido de una sociedad decadente, aunque nunca estuvo tan cerca de su liberación. Las hormiguitas trabajan, no han parado desde que el susurro me despertó. Yo juego a seguirlas con la mirada asomado a la ventana, fumando un cigarrillo detrás de otro, haciendo que pienso sin saber si podré atrapar alguna de esas ideas que vuelan tan cerca del cielo o si sólo son espejismos que tu voz me ha traido del desierto.
Un buen día se posó un pájaro carpintero en mi hombro. No ha parado de picotear, aunque no ha conseguido abrir ningún agujero. Todo mi ser suena a hueco, a página en blanco en la que no es posible escribir.
Pues bien, me he decidido a emprender un viaje. No me moveré del sitio y, sin embargo, nunca habré estado tan lejos. Tomaré como punto de partida tu mirada acusadora; la ciudad en la que vivo, que me es aún más desconocida que el día en que llegué con la mochila al hombro; los pasos que he caminado, que han dado vueltas en círculo hasta haberme dado cuenta de que nunca he avanzado ni un palmo.
Partiendo de todo esto espero echar a volar sobre la alfombra mágica del pensamiento. Para darme cuenta, al finalizar el viaje, de que también las rutas aéreas dan vueltas en círculo. Al fin y al cabo, por muchas vueltas que dé al mundo, siempre acabaré plantado en el lugar donde me encuentro ahora, asomado a la ventana, fumando un cigarrillo, con tu mirada acusadora clavada en mi nuca.
Y el pájaro carpintero seguirá ahí. Es el destino que se forjan los hombres huecos.
Ella estaba allí cuando el sol curtía su piel, cuando el cielo lloraba con su lluvia sobre su cara y, así se confundían y mezclaban las lágrimas de ambos, cuando la nieve y el frío agarrotaban sus dedos extendidos hacia los transeúntes que pasaban a su lado sin verla.
Sucede, normalmente, que las cosas más importantes, por ser pequeñas, por estar escondidas en las sombras, pasan desapercibidas ante los ojos grises que nada quieren ver más que lo que cae delante de su mirada perdida.
A ella no le importaba. Seguía llorando con un llanto silencioso y, de vez en cuando, una moneda caía en la palma de su mano, que se iluminaba por el resplandor dorado del metal. Por la sonrisa que ese hecho trivial le robaba a sus labios. Por ver a su pequeño comer caliente esa noche en la pequeñísima choza de la ciudad invisible enclavada entre palacios áureos de la ciudad más vista, más querida, más fotografiada.
Aunque ella se creía invisible, había alguien que se apostaba cada día en el rincón más oscuro, aún más oscuro que en el que ella se arrodillaba. Era un chico sin rostro, que por mucho que pasases a su lado, nunca conseguías reconocer. Vivía desenfocado entre tanta masa enfocada. Un individuo perdido, al fin y al cabo, con poca profundidad de campo o el diafragma muy abierto (porque toda realidad tiene dos caras, una afirmativa y otra negativa). Y todos los días sus ojos la veían volver empañada entre turistas, como si la niebla la protegiera con su insonoridad hueca. Y todos los días un beso volaba tras ella, requebraba las esquinas tras su figura, que parecía siempre postrada ante los pies que pasaban hacia un lado, hacia otro lado.
Pero sólo ella se elevaba del suelo un poquito más cada mañana.
Sólo ella podía decir que veía el mundo desde el cielo. Y el chico desenfocado sonreía desde su rincón.